Quizás podriamos describir así la vida posmoderna: todo aquello que va más allá de nuestros datos biográficos personales parece vago, borroso y, de algún modo, irreal. El mundo está lleno de signos e informaciones que representan cosas que ya nadie entiende del todo, pues estas, a fin y al cabo, no se muestran más que como signos de otras cosas. La verdadera cosa permanece oculta; ya nadie consigue verla», dice Peter Zumthor en ‘Pensar la arquitectura’. Oculto, bajo tierra, el hogar vuelve a adquirir significados en torno a la supervivencia.
Desde hace años, la arquitectura subterránea está constituyendo un camino al futuro en lo desapercibido: un paisaje natural, una casa en sus raíces. Esta práctica no es nueva, de hecho ha dado cobijo y protegido al ser humano desde el principio de su existencia, evolucionando en sus manos y, como un amuleto, ha perdurado con el paso del tiempo hasta la actualidad.
Se presenta así, de una forma clara de habitar el espacio junto al espacio, de reconfortar al futuro. «La necesidad de incidir en planteamientos bioclimáticos hace indispensable el estudio de esta arquitectura más primitiva puesto que, además de formar parte de la vivencia colectiva del habitar humano, es un referente en cuanto al aprovechamiento de los condicionantes naturales de cada región gracias a propuestas arquitectónicas sencillas que se benefician de la inercia térmica del terreno», apunta Beatriz Piedecausa García, del Departamento de Construcciones Arquitectónicas de la Universidad de Alicante en su investigación